“Historia del ojo” de Georges Bataille / Silvano Cantú
Bataille es un filósofo que cuenta parábolas, como sus preceptores Sade y Nietzsche, y como su preceptor por oposición, Jesucristo.
Hay en cada hombre un animal encerrado en una prisión, […] y hay una puerta
Bataille, Historia del Ojo, Apéndice “Metamorfosis”
Dios te ve desde el interior de tu ser. Tus pensamientos. Tus deseos. Te ve cuando nadie más te ve. Incluso ve lo que tú no puedes ver, como cuando tu padre eyaculaba una de las mitades que eres hacia la otra mitad que aguardaba en tu madre. Vio cuando eras un huevo con la consistencia de un ojo. También ha visto ya la hora de tu muerte. Vio a Nietzsche denunciar en El Anticristo esa forma de tortura ubicua de la mirada de Dios, que destruye la libertad y la alegría de vivir. La mirada de un Dios que no sólo es un padre varón cariñoso, sino un amo y un juez y un verdugo. Años después, Georges Bataille (Francia, 1897) también sintió encima el acoso de ese ojo insoportable y lo reventó con los dedos, lo profanó con una furia sacrílega, se lo tragó como un huevo cocido o un plato de ovales testículos de toro recién mutilado por un torero, y lo desechó en el rincón del templo a un dios moribundo, de donde nunca debió salir. De las penumbras de ese dédalo que es la iglesia, máquina de hacer eunucos y doncellas lastradas por cinturones de castidad, salva a los protagonistas una Ariadna cuyo hilo es el deseo, y cuyos Teseos son un repertorio de falos que van del pene a las tijeras, la soga o billetes.
Bataille es un filósofo que cuenta parábolas, como sus preceptores Sade y Nietzsche, y como su preceptor por oposición, Jesucristo. Con sus imágenes obsesivas, Bataille manosea nuestra libido y la hipnotiza como un prestidigitador que malabarea huevos, soles ovoides, un plato con leche para sentarse, semen, sangre, testículos, orina, galaxias, todo tipo de orificios humanos, y también con miradas de madres que pasan de largo, de esposos condescendientes y de amigas seducidas por la lujuria y la muerte. Desde luego, haciendo testigo de esta danza macabra al dios que murió desde que Zaratustra emitió su acta de defunción, y cuyo ojo pútrido choca contra los ojos textuales de los protagonistas y con los nuestros de lectores, traspasados por el goce de la buena prosa transgresiva de inicios del XX.
En Historia del ojo (1928), publicada bajo el pseudónimo de Lord Auch (¿acaso “L’or dauche”, “la ducha de oro”?), el deseo triunfa a costa de todo y todos, reventando la camisa de fuerza de la norma, de lo normado conforme al mandato del Otro, fundado en su propio concepto de racionalidad, y por ello, el absurdo se vuelve el gran vehículo fundante de los derechos del deseo, nuevo límite constitutivo, a pesar de la Razón del Otro y en contra suya, de su moral racional, de su derecho racional, de su religión racional, de su racionalidad burguesa y decadente: “lo absurdo tiene todos los derechos”, sentencia Bataille, haciendo eco de una larga tradición de los creadores malditos que nos hicieron ver que el sueño de la Razón – de esa razón de la modernidad burguesa – produce monstruos.
Estamos ya décadas delante de Raskolnikov, que se asumía superior a las reglas en nombre de la superioridad del genio. Nuestros protagonistas, cuyo autor los escribió en el curso de una breve pero intensa terapia psicoanalítica, no se asumen como superiores a nada, sólo defienden la fuente de la eterna libertad, su deseo, como fundamento del quebrantamiento de lo normal. Cuanto obstaculice la realización del deseo debe morir: Dios, su “carroña sacerdotal”, Rey, padres, cultura, la camisa de fuerza del ser íntimo, real, cuyos cintillos al fin se han desgastado. “El libertinaje que yo conozco – admite Bataille – mancha no sólo mi cuerpo y mi pensamiento, sino todo lo que es posible concebir, es decir, el gran universo estrellado que juega apenas el papel de decorado.”
Pero así como lo visible es un pretexto, un decorado, el objeto con el que se ve es un instrumento. La historia del ojo se torna la de la mirada y más allá. La mirada está en el centro del control, pero también del poder de seducción. También es un instrumento y un símbolo de la conciencia. Sin conciencia, el globo ocular es apenas una mucosa repugnante. La mirada es al ojo lo que el deseo a la obscenidad: una caída libre de lo sublimado a lo repugnante. Bataille juega a través de estos niveles, visitando objetos que sustituyen o desplazan al ojo, es decir, en cierto registro, a la conciencia atravesada por el deseo y el poder. El deseo y sus estrategias, incluso las violentas, están en la base de la revolución de Bataille.
El discurso es la última frontera del deseo. Bataille, como su amigo Lacan, conoce estos límites, pero, hegeliano al fin, no se limita a ver en el deseo un ojo que mira, sino también una conciencia que lucha y transforma su realidad. La Historia del ojo es, en ese sentido, una proeza de distorsión de lo visible por el deseo. El lenguaje se vuelve plastilina en manos del ojo deseante que todo lo trastoca, una de las máxima virtudes del texto.
Poco o nada cabe agregar a los litros de tinta – y seguro de otros líquidos – que han fluido desde que se publicó esta novela infernal. Me sumo a quienes aplauden el endiablado enredo que armó el autor entre ficción, ensayo, autobiografía e incluso lo que cabe llamar “autodifamación”. La ebriedad transgresora de Bataille manchó incluso su propio nombre.
Hoy el mercado impone alguna objeción a la subversividad de Lord Auch. El límite podría estar representado en el esposo inglés de Simona, que funge las veces de un Mefistófeles hecho cajero automático. Así como todo lo sólido se desvanece en el aire y todo lo sagrado es profanado – rezaba el Manifiesto Comunista –, el deseo en una era de hiperconsumo y narcisismo torna a hacerse tediosamente sacrílego. Visto en calidad de moda y no como energía significada que atraviesa los cuerpos, el deseo es pendular. Nuevos íconos de lo sagrado se apresuran a sustituir la vieja carroña sacerdotal. Por ejemplo, lo sagrado neoliberal hace sacrílego lo que no se compra ni se vende. Las hostias del buen dios, que a Simona le olían a semen, ahora podrían estar hechas de papel de dólar y oler a condón.
Por cierto, el texto en francés pasó por el ojo de Margo Glantz, quien la tradujo espléndidamente en 1994. Algo bueno debía darnos a México ese año que nos traía ojeriza.