“Un lugar soleado para gente sombría” de Mariana Enríquez / Por Francisco Rapalo

“…los fantasmas aparecen con los mismos disfraces de la última vez…”


La nueva colección de Mariana Enríquez (Un lugar soleado para gente sombría, 2024, Ed. Anagrama) nos trae relatos más largos que sus anteriores libros, aunque menos experimentales.

En los doce relatos que componen la obra, Enríquez siguió la línea que venía trazando con Las cosas que perdimos en el fuego y Los peligros de fumar en la cama. Tal vez se pueda plantear como una especie de trilogía, si uno es generoso con la autora. De lo contrario, nos encontramos con el descontento, la falta de descubrimiento dentro de su escritura. Los que la leen cada tanto es posible que lleguen a decepcionarse, como volver a la casa embrujada de feria y darte cuenta que los fantasmas aparecen con los mismos disfraces de la última vez.

Así y todo, al retomar ciertos tropos y recorrer sendos pasadizos de su universo, esta estrategia puede favorecer al libro a la hora de las ventas. Los fans de Mariana (muchos, muchísimos) van a disfrutar como locos de esta colección, que propone más y más horror a chorros.

Hay varios cuentos de Un lugar soleado para gente sombría que utilizan estrategias idénticas con iguales resultados para contar historias bastante similares. Los monstruos continúan siendo los discapacitados/deformados («Un artista local»), los pobres («Cementerio de heladeras», «Ojos negros»), las mujeres desesperadas o perversas («Julie», «La mujer que sufre»), etc, y la sociedad que los convirtió en esa otredad. Profundiza, pero sin encontrar nuevos caminos para hablar de lo mismo.

Entre las cualidades para rescatar, están las imágenes brutales, cotidianas y descarnadas al mismo tiempo; Mariana tiene una sensibilidad inigualable para lo macabro, como también para la creación de atmósferas opresivas, espeluznantes, raras o tétricas, según la ocasión.

Pero mucho también se puede decir de ciertos vicios que, en algunas ocasiones, entorpecen la lectura. Enríquez insiste por hacer ver que sabe o investigó, embiste con descripciones enciclopédicas la fuente del mal de cada cuento, un hábito de periodista que preferiría editado en la ficción.

El mal funciona mejor sin nombre, el mal que presupone algo más. El mal que es símbolo pagano, metáfora violenta, sueño pegajoso y alucinación encriptada. Y a veces lo consigue, en sus mejores cuentos, los más ambiguos, como «Ojos negros» o «La desgracia en la cara». Sin embargo, repetidamente los personajes de Mariana buscan en Internet o leen en libros y copian y pegan párrafos enteros detallando las leyendas folclóricas o urbanas, el creepypasta y el mito, las vírgenes y los santos locales. Lo mismo sucede con el contexto político: en ciertos relatos nos encontraremos con digresiones interminables, como notas al pie de página (como recurso, pienso que puede funcionar mejor para un lector internacional, que requiere contexto para entender la profundidad social del terror de Enríquez). Todos los personajes son o acaban siendo expertos en la materia del espanto y lo desconocido se vuelve conocido.

También remarco un uso muy enriquezco de la adjetivación («hermosa», «viejo extraño», «buena y boluda», «niños raros») que, a gusto personal, asfixia la lectura. Encorseta hasta el desmayo, reduciendo, categorizando, englobando con facilidad pero ineficacia.

En resumen, el último libro de cuentos de Mariana es una dosis intensa, aunque poco efectiva de la más aclamada escritora de terror de Argentina.

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