Dos soledades. Un diálogo sobre la novela de América Latina, de Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa / Miguel Ángel Hernández Acosta

Es en esa plática donde García Márquez confiesa que quiso ser escritor cuando se dio cuenta que no servía para nada, y también es en esa ocasión cuando enunciará la frase que se tatuará en el inconsciente colectivo de los escritores que vinieron después: “escribo para que mis amigos me quieran más”.


El 5 de septiembre de 1967 Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa conversaron sobre el oficio de escribir, en el auditorio de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Ingeniería, en Lima, Perú. Dos soledades. Un diálogo sobre la novela de América Latina es la transcripción y recuperación de aquella charla, junto con algunos textos y testimonios añadidos que permiten comprender mejor ese momento.

Tres meses antes de esa plática se había publicado Cien años de soledad, novela que consagraría al autor colombiano y, aunque ya empezaba a ser un fenómeno editorial y de ventas, en el país donde nació Vargas Llosa apenas se conocía un fragmento. El diálogo se extendió y fue necesario realizar una segunda parte. ¿Los temas? El reciente libro de García Márquez, el proceso de escritura, la literatura y sus influencias, así como el compromiso del escritor latinoamericano. La estampa, sin embargo, requiere de varias precisiones. El contexto es de agitación política, empieza a cobrar sentido el llamado “boom latinoamericano” y quienes están frente a frente (futuros premios Nobel de Literatura ambos), tienen pocos meses de haberse conocido, aunque llevan más tiempo carteándose. El simple hecho de que se conozcan por misivas da una idea de que todo cuanto se anotará ocurrió en un pasado en donde son posibles los mitos, se inician las mentiras y donde existen hechos que no pueden verificarse.

¿Mitos? Es en esa plática donde García Márquez confiesa que quiso ser escritor cuando se dio cuenta que no servía para nada, y también es en esa ocasión cuando enunciará la frase que se tatuará en el inconsciente colectivo de los escritores que vinieron después: “escribo para que mis amigos me quieran más”. Ambas declaraciones irán conformando la figura pública de un autor que se dice alejado de la teorización, que considera que las obsesiones de un escritor son las que dan vida a su obra y que, como narrador nato que es, irá creando su propia historia a través de añadir detalles y borrar elementos que resultan prescindibles.

¿Mentiras? García Márquez señala en aquella plática, por ejemplo, que el primer libro que intentó escribir fue Cien años de soledad: “No sólo eso, sino que escribí en ese momento un primer párrafo que es el mismo primer párrafo” de la novela entonces recién publicada. Tiempo después, sin embargo, en una entrevista con Elena Poniatowska, dirá que ese inicio se le ocurrió cuando iba con su familia de vacaciones hacia Acapulco y, mientras manejaba, se le vino a la mente aquello de “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aurelia Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Esta segunda versión, incluso, será fundamental en la mitología sobre la que se erguirá la novela: la del hombre que abandona unas vacaciones y regresa a sentarse frente a la máquina de escribir, ocho horas diarias, sin detenerse hasta tener frente a sí la obra que lo consagrará de por vida.

Los hechos poco verificables los observamos, por ejemplo, cuando Vargas Llosa confiesa en una entrevista publicada en 2017 (y también incluida en el libro) que García Márquez solía distorsionar un poco la verdad. Es el caso de los datos biográficos que el colombiano le proporcionó a Vargas Llosa para escribir Historia de un deicidio y que no eran del todo precisos, de modo que el papá de García Márquez le habría de reclamar dicha inexactitud. “Cuando llegué a Barcelona le conté lo que me había dicho su padre y se incomodó mucho, tanto que cambió de tema”, señala el hoy peruano-español. Aunque claro, en la actualidad podemos “disculpar” al colombiano sabedores de que para él “la vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla”.

Sin embargo, todo lo anterior sólo es posible confrontarlo porque han pasado 44 años desde aquella plática y los interlocutores ya no son los de antes, sino que ahora son figuras, mitos… Porque cuando el lector va al origen del texto, y se sitúa en 1967, percibe que aquello es una “obra en proceso”, donde cada uno de los participantes está empezando a crear sus propias mitologías y está descubriendo que la manera de mostrarse al público es también parte de ser “escritores”. Mario Vargas Llosa es analítico, teoriza los conceptos que García Márquez suelta, propone temáticas, sintetiza y elabora propuestas. Por su parte, el colombiano evoca sus recuerdos, basa su literatura en el pasado y hace que lo extraordinario de su narrativa tenga un pie en la realidad que le tocó vivir para, de este modo, señalar que su pueblo natal y el Macondo creado son espejo de una realidad latinoamericana desbordada que atrae la atención justo por esto último. El peruano (todavía no ha adquirido la doble nacionalidad) recién ha sido galardonado con el primer Premio Rómulo Gallegos y, sin embargo, accede a ser el entrevistador; acepta ser quien se encuentre detrás del telón para que la figura del autor de Cien años de soledad sea la que destaque. García Márquez, quizá intuyendo cuál es el camino que ahora recorrerá (el del éxito literario), suelta frases que se convertirán en preceptos: “[…] lo que es más importante para un escritor, lo que es más auténtico, lo que lo muestra más profundamente, son no sus convicciones sino sus obsesiones”, “Se aprende leyendo, trabajando, sobre todo sabiendo una cosa: que escribir es una vocación excluyente, que todo lo demás es secundario; que lo único que uno quiere es escribir”, “[…] un hombre cansado no puede escribir… Las mejores horas, las horas más descansadas hay que dedicárselas a la literatura, que es lo más importante”…

Dos soledades. Un diálogo sobre la novela de América Latina muestra a dos amigos que saben que sus libros son el mejor aval de su calidad literaria y que, para 1967, podían nombrarse “escritores” sin que alguien pudiera negarles ese derecho. Además, es una plática informal en donde se cruzan dos visiones de la literatura tan disímiles como lo confirmarán las obras posteriores de cada autor. Pero también es el diálogo entre dos formas de ver la vida unidas por un elemento: la literatura y las lecturas compartidas. Este libro permite completar la figura de ambos narradores y comprender la base sobre la que crearon esas estatuas en que hoy se han convertido. También es una manera de ver el cariño que se tuvieron (a pesar de las disputas que los separaron) y que hizo posible que, al paso de los años, y con García Márquez ya muerto, Vargas Llosa lo juzgara con la dureza y amor de quienes se sienten parte de una familia que se ha ido extinguiendo. El título del libro tal vez alude a esos caminos que marcharon en paralelo y donde cada uno llegó a una meta que para ambos representó el éxito literario, pero sin pensar que uno iba delante o que el otro acertaría primero a la diana.

En la entrevista a Vargas Llosa que aparece hacia el final del libro se le pregunta sobre el futuro de la obra de Gabriel García Márquez, a lo que responde que en ella hay tal riqueza que, aunque en periodos pueda ser olvidada, llegará el momento cuando volverá a tener vida. “Ese es el secreto de las obras maestras. Ahí están, pueden quedar enterradas pero solo provisionalmente porque en un momento dado algo hace que esas obras vuelvan a hablarle a un público y vuelvan a enriquecerlo con aquello que enriqueció en el pasado a sus lecturas”. Este libro, sin duda, llama nuestra atención sobre aquellos autores que transformaron nuestra manera de concebir la literatura latinoamericana, y cuyos libros nos interpelan y siguen diciéndonos cosas nuevas.

Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. Dos soledades. Un diálogo sobre la novela en América Latina. México: Alfaguara, 2021.

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