“El castillo blanco” de Orhan Pamuk / Por Pablo Delgadillo

“…Dado que no está interesado en cómo la ciencia puede ayudar a su pueblo, busca llamar su atención con el otro extremo, le explica cómo la ciencia podría aplastar a sus enemigos…”


El término sosias hace referencia a aquella persona que, sin existir parentesco o vínculo alguno con otra, comparte gran similitud física al grado de que sería sencillo confundirlos.

Con esta figura el escritor turco Orhan Pamuk juega un poco para desarrollar la trama de El castillo blanco (2007). Plantea también interesantes cuestiones sobre qué nos define a nosotros mismos y qué conforma nuestra identidad.

¿Somos un conjunto de vivencias, creencias, pecados y virtudes? ¿Podría alguien parecido a nosotros tomar nuestro puesto si le enseñáramos lo suficiente de nuestra vida?

Todas estas preguntas buscan respuesta cuando un joven italiano es hecho prisionero por piratas mediterráneos mientras viajaba en barco de Venecia a Nápoles. Debido a que encuentran entre sus cosas algunos libros de ciencia, los piratas deciden que vale más con vida que muerto, así el joven termina como esclavo en una oscura celda del imperio otomano.

El joven, por su parte, más que un científico consumado es un amante del conocimiento pero sabe que para sobrevivir debe asumir el papel haciendo uso de todo cuanto haya aprendido de sus libros.

Pronto se hace de fama en prisión y el bajá (puesto similar a un gobernador) lo llama a audiencia. Es en la sala de espera donde el joven se encuentra a quien podría ser su gemelo, nosotros lo conoceremos simplemente como el Maestro. El Maestro es la persona realmente interesada en el joven italiano, pretende hacerse con todo el conocimiento de “ellos”, de los occidentales para impresionar al sultán y hacerse un lugar en la corte.

Con la promesa de liberarlo cuando le haya enseñado todo cuanto sabe, el Maestro y el esclavo hacen un trato.

No obstante, a partir de aquí seremos testigos de una dinámica casi cruel en el que cada personaje asume una parte del proceso de aprender. El Maestro es el conocimiento bruto, casi tradicional y sesgado. Es la buena voluntad de aprender sin el deseo real de ensuciarse las manos para desentrañar los misterios de la naturaleza, solo busca la recompensa, solo aspira al poder.

Por otra parte, el esclavo parece asumir la forma de la intención más pura del conocimiento, busca que la ciencia ayude a todos. Para promover tal virtud plantea al Maestro la cuestión más importante, según él, si pretende aprender realmente. ¿Quién soy yo? Hasta que no lo pueda responder, le dice al Maestro, no será capaz de desarrollar su ciencia.

El Maestro acepta, en un primer momento se frustra al no ser capaz de comprender qué lo vuelve él y qué lo diferencia de los “estúpidos”. Aquellos hombres que rodean al sultán y que solo están interesados en sortilegios y profecías, aquellas personas que cuando se les habla de ciencia lo toman por charlatanería y que con su actitud infectan también al pequeño sultán, apenas un niño todavía.

Para que la causa sea justa, el Maestro decide que serán ambos quienes respondan el planteamiento. Es una tarea complicada, uno y otro son incapaces de discernir qué es real y qué es inventado en el escrito del otro. Lo único que creen seguro, es que el otro miente, el otro tiene prejuicios, el otro es también un “idiota”.

El tiempo pasa y el sultán crece, pero sigue siendo el mismo niñito interesado en profecías y astrología de siempre, según el Maestro. Dado que no está interesado en cómo la ciencia puede ayudar a su pueblo, busca llamar su atención con el otro extremo, le explica cómo la ciencia podría aplastar a sus enemigos. El sultán muerde el anzuelo, ordena al Maestro que construya un arma tan poderosa que haga temblar a los infieles.

Debido a este proyecto, el esclavo se hace amigo del sultán y se da cuenta que es, por mucho, más inteligente de lo que el Maestro afirmaba. De hecho, es el único que es capaz de distinguir a ambos hombres con tan solo escuchar sus ideas.

Y aunque el mensaje entre líneas se vuelve interesante una vez se entiende el papel de cada personaje, no es el libro más fácil para acercarse a este premio Nobel. Las dinámicas a veces se vuelven lentas y repetitivas y junto a un final bastante ambiguo hace que el libro, aunque sea corto (191 páginas), se sienta pesado de leer.

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