Theodoros de Mircea Cărtărescu | Por Pablo Defez

Tres cosas serían la eterna añoranza de Tudor desde pequeño, tal era su obsesión por poseerlas que se convirtieron, a lo largo de su vida, en meta y condena por igual, a saber:
La primera, Stamatina, hija del gobernante Grigore IV Ghica a quien decidiría confesarle su amor un triste e inoportuno día. El mismo en el que los rusos entran triunfantes a los principados del Danubio (Moldavia y Valaquia), haciendo que la joven tuviera que huir con su familia apenas con lo puesto para salvar la vida. Un romance muerto antes de siquiera nacer. Aunque la chica promete a Tudor que se reencontrarán cuando él, en búsqueda de aquel amor, haya desgastado el hierro de cien zapatos y un cayado.
La segunda, el Arca de la Alianza, pues desde pequeño añoró el poder divino que confería. Imaginaba igualar la gloria que reflejaban Cristo y los santos en los murales que tapizaban las iglesias y que miraba fascinado mientras escuchaba los sermones que lo exhortaban a ser un buen cristiano. Requisito indispensable si es que pretendía alcanzar la gloria de los Cielos.
En tercer lugar, una corona, pues entendía que previo a alcanzar la divinidad debía conseguir la grandeza terrenal como hicieron los grandes hombres de las historias que le contaba su madre Sofiana a escondidas. Tomó así, como ejemplo a seguir, nombres como los de Odiseo, Alejandro Magno o Napoleón Bonaparte.
Nombres que tristemente jamás aprendió a escribir correctamente. Y es que Tudor pronto se encontró con un gran obstáculo para cumplir sus metas; era un siervo, hijo de siervos, su destino estaba ya escrito. Sin educación, tierras ni privilegios, jamás dejaría de ser el simple Tudor, salvado de nacer bastardo tan solo porque ambos padres servían al vaivoda –título nobiliario similar a príncipe, duque o jefe militar según la región de Europa del este en la que lo escuchemos- y aún entre los sirvientes debía prevalecer la ley de Dios, razón por la que el patrón los obligó a casarse.
¿Tudor llegaría a convertirse en rey? Pues… sí y no. No porque el muchacho en quien se inspira desapareció en Ghergani, Rumanía cuando joven, de hecho, ni siquiera sabemos si realmente deseaba ser rey. Pero vamos, ¿quién no desea alcanzar la gloria terrena y divina alguna vez en la vida? Y sí, gracias a dos factores conectados por mera casualidad; una carta y la pluma de un escritor.
Según Cărtărescu, la inspiración para escribir Theodoros surgió a partir de leer una carta resguardada en los archivos históricos de Gran Bretaña en la que un diplomático rumano sugiere (sin base histórica ni pruebas, apenas una atrevida suposición, quizás una broma y no más) que el negus negusti -rey de reyes- de Etiopía Theodoros II, bien pudo ser en realidad aquel joven y desconocido valaco desaparecido años atrás.
La idea es ridícula, pero en la mente de Cărtărescu la semilla estaba plantada. Imaginó los vaivenes que debió enfrentar el joven Tudor para convertirse en Theodoros, nombre que adoptaría en su época de pirata azolando el archipiélago de la Hélade junto a un nutrido grupo de sinvergüenzas, ladrones y amigos que fue arrastrando desde el Danubio hasta Laconia. Siendo terror de británicos, franceses y otomanos por igual, viviría escondido entre las islas por miedo a terminar en la horca hasta que, viajando entre ellas, va encontrando las siglas de SAVAOTH, un epíteto de Dios según el judaísmo y ello le llevaría a reemprender su búsqueda del Arca de la Alianza y un reino en Etiopía, donde intercambiaría identidades con Kassa Haile Giorgios, el Theodoros histórico y real.
¿Estamos ante una novela histórica entonces? No, si bien el rumano juega con numerosos hechos reales como aquel que dice que la verdadera Arca de la Alianza está resguardada por la iglesia tewahedo de Etiopía o la invasión británica al país africano dirigida por Robert Napier y que lo enfrentaría eventualmente con el verdadero Theodoros II no debe tratarse nada de esto como verdadero. Sabemos, por ejemplo, que Grigore IV Ghica existió, pero no que haya tenido una hija de nombre Stamatina.
Si eres un habitual lector de Cărtărescu, sabrás de sobra que su estilo es surrealista y onírico, pero no por las libertades que eso permitiría sus mundos carecen de cohesión. Aquí es gracias a esas licencias que logramos avanzar en el viaje de Tudor sin que por ello la aventura se sienta forzada.
Tenemos por narradores a los propios ángeles del Cielo que observan y escriben cada uno de los acontecimientos pues declaran, el Día del Juicio todos nuestros libros han de ser leídos por el Creador para poder juzgarnos de forma justa e imparcial. Y aunque los pasajes irreales existen como en cualquier otro libro del rumano, es tal vez la menos “suya” de sus novelas, quizás por las limitantes de escribir acerca de hechos y personajes reales no pudo inundar aún más las páginas con sus extravagancias. Acá parece más contenido al momento de querer desbordar la imaginación.
Eso sí, no escatima en matizar descripciones por lo que pueden pasar páginas enteras tan solo para conocer una civilización que vive en la superficie de una bala, por lo que, si no eres un habitual lector del autor, este no es el libro ideal para comenzar a acercarse a él.