Matate, amor de Ariana Harwicz / Silvano Cantú
Matate, amor
…En mi mente también corren perros… O son potrillos…
Esta no es otra tonta novela de un flujo de conciencia al garete. Aquí no hay capricho. La estructura, el tono, el registro de lenguaje e incluso las irrupciones de magma emocional de que están hechos los párrafos macizos de Matate amor (2012) han sido fraguados por una imaginación que arrolla con imágenes y ritmo imbatibles cualquier indolencia de la lectora o el lector. No se puede soltar el libro (o, como hice yo, el Kindle). De la comodidad infértil del útero lector, Ariana Harwicz (Argentina, 1977) nos aborta, corta el cordón umbilical de nuestros consagrados mitos sobre las buenas madres y las buenas esposas y nos deja, al cierre, con un sabor de haber superado una conflagración contra el mundo. Graduación contra la mediocridad sentimental del patriarcado. Nuestra protagonista es una nueva Nora Helmer que se sobrepone al spleen de la monogamia y la posmodernidad.
Destaco las imágenes de Harwicz, que no ceden a la pausa de la contemplación. A mí me sugirieron que el flujo inagotable de la vida cede siempre al de la muerte, uno parte del otro, el sexo y el último aliento, la masturbación y la dependencia de otros para ser recordado y quedar un poco después del final del tiempo, los alaridos animales y los cráneos de los conejos en calidad de flores salvajes a la entrada de un bosque, las bocas llenándose de cañitas en el café al que se va mientras se aburre a lo lejos el funeral del suegro, los brindis indolentes, rituales de boda (en los que ocurren, a la vez y de forma magistral, varios hilos narrativos en simultáneo), y las patas tiesas de las vacas ahogadas por la crecida del río… En medio de ese tren imparable, se asoma una conciencia asediada por el mundo, trabajada por éste para que exista, para escribir libros o reseñas de libros de otros o leer reseñas de otros de libros de otros.
Como es habitual, al borde del texto, la sangre y la humedad de los genitales, alborotados en todo momento para ser asaltados o salirse de los pantalones en los paseos dados en tiempos pasados, los libros y los nombres, triunfando sobre nuestra expectativa de usarlos como herramientas para navegar la realidad sin ceder a sus naufragios. Salvo que Harwicz nos recuerda sin clemencia que precisamente los libros y las palabras son los naufragios.
En ese acoso de la significación a la heroína-de-sí-misma que exhibe su tránsito por la historia, pareciera buscarse en todo momento recordar un momento en el que se hubiera sentido libre, sin poder hallarlo. Entre un paisaje rural, siempre presente, y el hastío de citar a Rembrandt, Caravaggio, libros, las hojas que caen, los ojos dorados del ciervo, las mariposas nocturnas, las gallinas aplanadas contra el asfalto, esta madre ve al esposo como un extraño que el tiempo sólo vuelve más y más distante, y al hijo, como si no hubiera salido uno de la otra, como si siempre viviera dentro suyo, al año de nacido, a los diez, a los setenta, teratoma que se cría y se ama, entre rachas de aburrimiento y exasperación. Matate amor señala que lo cotidiano puede ser una epopeya de la conciencia, la aventura de lo que nace cuando la conciencia se astilla contra los objetos.
En ese brocado de formas, Harwicz me sugirió que, antes de ser una de esas formas entre otras, se es monstruo, esbozo de humano, a veces fantasmal, otras individual, o siamés, o persona hecha de una relación entre personas. Al fondo de la individuación del monstruo, dice la narradora de Harwicz, se siente una tristeza salvaje. Quizá esa tristeza es el resto de lo que vamos siendo ante la mirada de otros, para quienes somos o debemos ser de tal o cual forma. Subvertir lo que somos ante esas miradas constitutivas podría ser el corazón de la libertad íntima, esa superstición del estado de ánimo que bien podría reducirnos a todas las personas a la igualdad de los fenómenos, sin significaciones agregadas, sin marcos de referencia movedizos. Y no es que quiera hablar de “la interconexión de los seres humanos”, ¡Mrs. Dalloway nos libre! Acaso, si fuéramos alguien mirado por Ariana Harwicz, seríamos… Pero para que lo sospeches, léela, que es lo más parecido a intuir lo que serías si fueras la mirada de quien nos escribe.
En agosto pasado la genial Ariana Harwicz refirió en una Masterclass organizada por Tejiendo Historias y su reconocida animadora, la escritora sinaloense Sonia Higuera, que escribir Matate amor le costó el matrimonio y alguna demanda de sus ex vecinos en la campiña francesa. Los buenos libros, descarnadamente sinceros, cuestan sacrificios humanos. Esta novela es uno de esos libros.