Pelea de gallos de María Fernanda Ampuero / Silvano Cantú
“Así es aquí, aquí vivimos, ese monstruo somos, hecho de personas ebrias de ganas de profanar y matar, de reducir al otro a cosa para descargar unos apetitos innombrables.”
El mayor fracaso latinoamericano es la violencia regional, esta neurosis caníbal que pulveriza nuestro cuerpo social. Habitamos tierras sobre las que no termina de cimentarse un hogar, sino un tendajo intermitente de fiebres y fugas. Los paisajes son lindos, pero sólo hacen más amarga la deglución de una espantosa guerra tropical de todos contra todos. El Leviatán de cuerpo agusanado, ulcerado por la putrefacción intestina, adornado para fiesta con papelitos de china picados y globos de colores.
El mérito de los trece cuentos que forman “Pelea de gallos” (Páginas de Espuma, 2018), de la talentosísima ecuatoriana María Fernanda Ampuero (Guayaquil, 1976), parece ser guiarnos a través de esa tierra nacida de instintos repugnantes, a probar ese pan hongoso, a embarrarnos en la cara las tripas fétidas de cada día, a oler este aire de cavidad de animal muerto, de gallo despanzurrado, “el olor de mi padre”, dice, que huele a “sangre, a hombre, a caca, a licor barato, a sudor agrio y a grasa industrial…”.
Trece cabalísticos cuentos, y cada uno podría ser el mejor del volumen. Claro, “Pelea de gallos”, el cuento que abre la serie y comparte nombre con el libro, ha logrado situarse entre los más difundidos de los últimos años. Trata de un grupo de taxistas que secuestran y subastan gente en calidad de despojos. El bazar de subastas de “El Gordo”, equivalente humano del palenque de ir a ver matarse a los gallos, es la necropolítica literalizada. Los potenciales compradores pueden hacer con sus mercancías lo que quieran, desde extorsionarlos, robarles sus pertenencias o violarlas a placer. “El sexo es más barato que la plata”, se informa. La resolución del cuento por parte de la protagonista es infame: negociamos nuestra salvación o nuestra condena en función de qué tanto nos plegamos o no a nuestra calidad de cosas para el usufructo de otro. Funciona para la trata de personas y para trabajos de oficina.
En “Gemelas” se lee la memorable advertencia de Narcisa a unas hermanas que recién pasan a la pubertad: en adelante deberán tener más cuidado de los vivos que de los muertos. La historia de “Griselda” y sus tortas introduce una sutileza de nuestra cultura: lo que para el Primer Mundo sería pop (Mickey Mouse, las Tortugas Ninja, Barbie…), en Latinoamérica es pop-ular, una suerte de mainstream sin glam, ícono caído por su uso. En “Crías”, que cuenta otra historia de mal amor paterno, se halla esta sentencia tremenda: “Seguí diciendo que sí a los hombres, rompiéndome como un vaso barato contra las paredes de diferentes casas, o sea, creciendo. […] mi padre se murió sin que yo supiera quién era ese hombre que tanto quise que me quisiera, la peor forma del amor…”. La imagen del sabor del semen como una mezcla de mostaza de Dijon y cloro, para luego referir que, tras la felación al vecinito, “… comí puré y nuggets de pollo… eso era el amor”, figura entre los ejemplos de imagen potente que pululan por el libro. A esa categoría se suma la referencia persistente a lo monstruoso de lo familiar, al fantasma del incesto y del asesinato en casa, como se advierte en “Nam”, “Persianas” y “Ali”. La familia es todo lo que se pudre. Pero Ampuero tiene el cuidado y el mérito de no reducir esa monstruosidad a una patología del individuo, sino a la pedagógica violencia de la historia y de la sociedad.
Cuatro cuentos denuncian que lo monstruoso familiar puede reposar en la dimensión religiosa de la violencia que nos constituye: “Coro”, un guiño de la magia a la justicia, y la trilogía paródica de “Cristo”, “Pasión” y “Luto”. En “Cristo”, una antología de miniaturas atroces, atestiguamos la primera y última sonrisa de un aborto viviente, el ñoñito, cuya hermana niña es uno de los narradores más estrujantes que jamás me ha hablado en mis lecturas. ¿A qué sabe Dios? La niña no nos dice a que sí, pero está segura de a qué no. En “Pasión”, Ampuero desliza la hipótesis de que Jesucristo incurrió en un despliegue ilícito de magia al desafiar a la muerte y recuperar a Lázaro del sepulcro. El relato debe su efectividad al uso de una segunda persona hiperviolenta, que semeja al “animalito” ovillado al que el narrador o narradora se dirige. Luego de ver saltar la sangre “como una sorpresa”, la autora nos echa al artificio perfecto de “Luto”, donde Marta y María se las ven con un Lázaro atroz, que es ya más hemorragia que cuerpo.
Leer este libro deja la sensación de haber sido violentado, de haber perdido algún fragmento de inocencia que ni siquiera contábamos en nuestro inventario. Así es aquí, aquí vivimos, ese monstruo somos, hecho de personas ebrias de ganas de profanar y matar, de reducir al otro a cosa para descargar unos apetitos innombrables. Asco social, se siente, terror a lo humano, y urgencia de bajarnos de este carrusel idiota antes de que nos aniquile a vueltas.