Tsugumi de Banana Yoshimoto/ Cecilia Santiago
Leer este libro es como andar por la plaza del pueblo porque es el zócalo de muchos de tus recuerdos. A ratos, también me coloco en la perspectiva del turista, por lo impersonal y frío que puede parecer atravesar una calle, hospedarte en una habitación ajena o entablar una conversación con alguien a quien no volverás a ver nunca. Pensé, ¿cómo será habitar un lugar en el que las cosas ocurren como dentro de una marea de espíritus, identidades, personalidades, amores, deseos, expectativas y sueños?
Esta novela de la escritora japonesa Banana Yoshimoto me ofrece una posible respuesta. En ella, la melancolía y la dicha se entrelazan en la sucesión de una visita y un descanso, en un espacio atemporal concebido para dejar de hacer lo que siempre haces, en el que te hinchas los pulmones de otro aire y te llenas las pupilas de otros cielos, preparándote para insertarte de nuevo en el bucle de la existencia que llevas, donde se supone que no eres un paseante, pero en el que no dejas de ser un turista.
María Shirakawa, la narradora, cuenta la historia de Tsugumi. Al nacer muriendo, el personaje central tiene el impulso de mirar solo el presente y no reparar mucho en las consecuencias. Para María, describir el comportamiento frío, caprichoso, instrumental y desprovisto de empatía de su prima, vecina y amiga sirve para interpretar, sentir, asimilar y apreciar la vida en su tránsito y reconstruirla, como creo que hacemos todos, a la distancia. Al mismo tiempo, Yoko, Kioychi, la familia Yamamoto en conjunto, un padre fluorescente o la trascendencia de Gongoro y Pochi como compañía, son piezas indispensables del ensamblaje de la memoria de un verano que deja una huella insoluble en una persona y que se transforma en narrativa para que no desaparezca la esencia de lo que se ama.
Mientras leía, no pude evitar pensar en un cambio de perspectiva, es decir, aunque aprecio caminar descalza sobre la arena, me habituo al tenaz sonido de las olas, me maravillo por el ascenso del agua, o por encontrar en el firmamento una imagen inalcanzable en una ciudad con tanta contaminación lumínica como en donde vivo; al volver a insertarme en las tareas, al regresar al sitio donde están mis cosas, caminar mis calles, conversar con mis cercanos. Aunque a diario le pida cosas absurdas a mi gato, de todas maneras aquí en mí hábitat, también camino por lugares a los que nunca vuelvo e intercambio el estado del clima con gente a la que olvido en unos días y repaso una y otra vez conversaciones en mi cabeza que yo misma nunca sabré que tuve.
Pregunta Tsugumi, ¿“cómo hacer para no convertirse en un cadáver inútil por el que llorarán todos como imbéciles”? No tengo la respuesta. Quizá, como la novela me recuerda, la nostalgia sea la certeza de que un día las sensaciones y los impulsos que detonan los recuerdos se desvanecerán con nuestra ausencia.
Tsugumi es un libro que me provocó destellos de emociones, como las olas a lo largo de un año. Es un libro bello, profundo en su simpleza. Uno de esos que agotas en un par de tardes y que también puedes abandonar en tu mesilla de noche, sin que al retomarlo sientas que has perdido el hilo de la historia. Uno de esos de los que te cierras y abren explicaciones poliédricas sobre la existencia.