El jardín de las certezas de Diana Ramírez Luna / Adriana Dorantes
El jardín de las certezas
Lo mejor
- La creación de un mundo de fantasía con sus reglas bien definidas y verosímiles
- La forma de narrar, intercaladamente y en equilibrio, las dos realidades: lo que habita detrás del cuadro y la realidad de la protagonista
Puede mejorar
- La inclusión del idioma francés causa extrañeza al lector pues no está totalmente justificado
¿En qué momento el duelo se convierte en un parteaguas existencial tan poderoso que precisa de la fe para superarlo? ¿Cómo es que sólo en la imaginación se logra afianzar un camino de vida hacia el futuro? ¿De qué manera la fantasía llega a la vida para transformarla? Estas son algunas preguntas que plantea Diana Ramírez Luna en su primera novela, El jardín de las certezas.
Natalia, la protagonista, recibe un regalo de su padre: un enorme cuadro llamado “El jardín de las certezas”, cuyo autor es un tal André Baccili, misterioso pintor, y aquí comenzamos a ver que no se trata sólo de una pintura, sino una suerte de portal hacia un mundo alterno. Y aquí la novela comienza a virar hacia la fantasía entremezclada con características propias de la llamada Bildungsroman o novela de aprendizaje.
Uno de los grandes aciertos de la narrativa es justamente la construcción de este “otro” mundo, sus reglas, sus habitantes, sus paisajes, detalles en los que la verosimilitud adentra sin problemas al lector para realizar el pacto del mundo fantástico y ceder a la imaginación. En el jardín de las certezas hay un universo tan real como cualquier otro y, si los espectadores son incapaces de conferir este aspecto de realidad, el mismo jardín comenzaría a marchitarse hasta desaparecer. Natalia tiene que dar un verdadero salto de fe hacia dentro, comprometer sus convicciones y ceder al hecho de que el agua que escucha por las noches efectivamente proviene del cuadro, y que si sus pies se han manchado de rojo a causa de las flores que ha pisado es porque en sueños ha visitado ese otro lugar que es tan real como el que ha conocido toda su vida.
En la novela, la autora nos lleva caminando entre historias, entre realidades. Por un lado, nos sumerge en la exploración de lo que sucede con su familia: su pareja, los evidentes conflictos que tiene con su madre, la ausencia dolorosa de su hermana y el amor y apego desmedidos hacia su padre. A la par de esto nos lleva a las historias que suceden en el jardín: su encuentro con André, y los demás personajes que también habitan el jardín: Verania, Damián y Santiago.
En este viaje de reconocimiento, Natalia tiene que tomar una decisión difícil: quedarse en el jardín para siempre, o volver a su vida habitual sin la posibilidad de regresar jamás al jardín. Decisión complicada pues ella misma se ha encontrado en el jardín, ha olvidado el vacío, es plena y feliz, incluso se ha dado cuenta de lo que es realmente el amor y la compañía, mientras que su vida ordinaria le ofrece conflictos y decepciones.
Cada capítulo abre con una “estación”, detalle que, además de la estructura del viaje del héroe, también sugiere la transición, el movimiento. Todas las estaciones están acompañadas por una suerte de subtítulos que más bien son sentencias diversas en las que la autora ofrece una reflexión particular que está relacionada con cada capítulo.
El desenlace, de manera muy sutil, nos sugiere que Natalia ha hecho este viaje de aprendizaje y transformación al final del cual debe tomar una decisión de vida: ella opta por enfrentar sus miedos y superar los vacíos y las inseguridades. Esto hace que al final la autora nos entregue una novela fuerte y bien estructurada con una gran imaginación que bien engarzada con la narrativa, nunca deja caer la historia. Una novela que cautivará totalmente a un público juvenil que quiera una historia fantástica pero que también le signifique de manera existencial.