Elegía para un americano de Siri Hustvedt / Silvano Cantú

La elegancia de Hustvedt reposa, creo, en el hecho de convencernos de la necesidad de contarnos como una línea recta lo que es una maraña circunvalar, un concurso de archivos dentro de otros archivos, de archivos contrapuestos, especulares…


Elegía para un americano

9.2

TRAMA

10.0/10

PERSONAJES

10.0/10

ESTILO

10.0/10

ESCENARIOS/AMBIENTACIÓN

8.0/10

IMPACTO

8.0/10

Lo mejor

  • Estilo envidiablemente elegante
  • Claridad de lenguaje combinada con complejidad de estructura
  • Profundo conocimiento psicoanalítico, articulado a través de sus personajes y la estructura

Puede mejorar

  • Pasajes largos de tensión que en ocasiones no llegan a explosiones
  • Había mucho material de contexto que pudo explotarse para darle un mayor poder de interpelación, pero que se quedó en lo autobiográfico

En el [archivo] del padre y del hijo… – Sobre “Elegía para un americano” de Siri Hustvedt

Todos llevamos fantasmas dentro y es preferible que hablen a que no lo hagan

Graciela me recomendó el libro tras una conversación extenuante. – Nos encontramos acá la próxima semana, que descanse, etcétera… –. Luego de picar el botón rojo del Zoom, fui a hacerme de la recomendación compulsivamente, acaso huyendo de otra narrativa que aguardaría una semana más – o toda la vida – para desbrozarse, comprendiendo ya en ese momento que no sólo se escribe para otro, sino que también se lee ante la mirada de un testigo fantasma, que echa puentes al texto. Lo primero que tendría que decir ese testigo es que este es un libro sensacional, como opina la tendencia entre las reseñas disponibles  (“libro elegante”, “elegancia posmoderna”, “Updike con tacones altos”, bla bla). Poco más de una década ha abultado los aplausos bien merecidos a esta obra; pido ahora un momento para hablar de la idea de archivo que creí ver entre sus bien enhebradas tramas.

La historia inicia con la muerte del padre de un médico y psicoanalista (Erik Davidsen) y su hermana escritora (Inga), una familia de orígenes noruegos, como la misma Siri Hustvedt. Los hijos remueven el archivo del padre y descubren lo que parece un secreto celosamente guardado por el recién fallecido, o el indicio de un posible secreto. ¿Infidelidad? ¿Homicidio? Mientras lo descifran, asistimos a la gestión de los archivos de un fotógrafo acosador, que quiere ser padre de alguien de quien no se hizo responsable, Eglantine, la pequeña hija de Miranda, la novia de Erik, recién divorciado; también sospechamos el archivo de Max, esposo difunto de Inga, escritor afamado que legó material íntimo y escandaloso, que una periodista usa para chantajear a la familia; nos asomamos, de igual modo, al consultorio de Erik y a los archivos intermitentes que ventilan sus pacientes sobre el diván.

La elegancia de Hustvedt reposa, creo, en el hecho de convencernos de la necesidad de contarnos como una línea recta lo que es una maraña circunvalar, un concurso de archivos dentro de otros archivos, de archivos contrapuestos, especulares, desde cuyos bordes nos constituimos alrededor de un centro movedizo, el núcleo traumático de haber sido colocados en el archivo paterno en calidad de objetos, agujero negro recubierto de folios, imágenes, discursos sobre recuerdos que ya son significaciones de otros, los que nos ven, para quienes nos volvemos texto.

El camino que lanza Hustvedt ante nuestra mirada es un archivo rico en gestos, símbolos y sugerencias psicoanalíticas y filosóficas, cuya yuxtaposición sugiere un orden. “Todo mundo interior – dice la escritora – tiene su código”. También alude a la “caja china”, ese artificio que encierra otra caja dentro de otra caja… El orden que me sugiere este libro (leído para mi testiga) es aproximadamente el siguiente: el archivo a partir del cual brota la historia es el cuerpo ideal alrededor del núcleo traumático familiar (sin lugar en el espacio de enunciación), encarnado en el cadáver del padre, ante el cual se agita el cuerpo ideal de su otro, Erik; del otro de Erik, Inga; del otro de Inga, Max; del otro del cadáver del padre, el cuerpo diseccionado en la universidad, Tweedledum y Tweedledee; del otro del deseo del padre, lo de Lisa Kovacek y sus demás amantes; del otro del deseo de Erik, Jeffrey el fotógrafo que fue pareja de Miranda; de Eggy y Sonia; de Siri y sus personajes, etcétera.

“… son los padres los que hacen las guerras…” dice Miranda sobre Jeffrey Lane y sus posibles motivos para publicar en una galería, sin su consentimiento, una foto en la que vemos a un Erik iracundo. Es un archivo expuesto y sujeto a curaduría. 

Lo que resulta de estos juegos especulares entre deseo y mandato es un objeto hecho de dos sujetos anulados entre sí al inscribirse en el archivo del otro (por amor, deseo, odio, rencor, anhelo, desprecio…). En todo caso, en la novela son los padres los que producen los archivos, es decir, los que existen. Los hijos en la historia, especialmente las mujeres, parece denunciar Hustvedt, son elementos en los archivos, síntomas en el índice paterno, el que decide el adentro y afuera de la caja china. El sujeto queda reducido a ser un efecto de la colocación arbitraria de ese límite. En ese archivo especular que es el patriarcado cristiano y capitalista, la dislocación que nace de la reducción de dos sujetos en objetos recíprocos del otro, produce las identidades pero también la guerra. Existir es existir en contra del otro, de cuyo deseo somos objeto, de cuyo archivo de fantasmas nos convertimos en herederos y, finalmente, en padres.

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