Los abismos de Pilar Quintana / Cecilia Santiago

Fue inevitable preguntarme si en el mundo habrá personas que nunca hayan sentido el susurro del acantilado, ese vértigo suicida que parece una conexión umbilical entre el núcleo magnético de la tierra y nuestros cuerpos.


Por Cecilia Santiago Loredo

@ceciliasloredo

Una tarde, no hace mucho tiempo, mi hija adolescente me contó que durante la sesión con su terapeuta había caído en cuenta que no podía recordarse a sí misma, ni los sucesos, ni las experiencias o los sentimientos de antes de su llegada a la secundaria; yo, como de costumbre, intenté racionalizar sus palabras y le dije que a veces la memoria la reconstruimos cuando somos mayores, a veces con la ayuda de otros y terapia, pero que esa reconstrucción tardía no hace que sea menos verídica.

La conexión con la infancia, la memoria, las explicaciones que creamos de adultos para comprender el porqué de nuestra existencia, son todos componentes importantes en el libro Los abismos de Pilar Quintana, pero el elemento que da poder a éste es la resonancia narrativa de una niña que se abre paso a través de los muchos abismos geográficos y simbólicos de sus días.

El silencio como abismo, la clase social como abismo, la diferencia de edad, la escalera del domicilio que se habita… cualquier cosa puede representar lo insondable. Claudia tiene ocho años y vive su infancia rodeada de adultos egocéntricos inmersos en sus propios dramas, adultos ausentes, sin ganas de entender sus vacíos o atender los del otro -niño, niña, esposa, padre, tío, pariente lejano o cercano-. El lector acompaña a Claudia en su experiencia cotidiana, a través de la cual los destinos de sus seres más cercanos cambian, cada vida inevitablemente vertiéndose en la suya propia, modulando, modificando e interpelando la percepción descriptiva de momentos repetitivos, que, en ocasiones cambian drásticamente la dinámica de su familia.

La protagonista desentraña en solitario la lógica de las cosas que cree mueven su mundo, las explica y las razona con la aparente simpleza e inocencia que supuestamente caracteriza a las niñas de su edad. Claudia cuenta: “Mi mamá terminó de servir la pasta y se sentó frente a mi papá. Yo lo hice en la cabecera. – ¿Y Paulina? – preguntó ella-. ¿Hoy no va a comer con nosotros? -Paulina ya no está-. – ¿Cómo así? -Se tiró por el barranco”. La muñeca de Claudia se ha tirado por el precipicio, a simple vista un juego inocente, de fondo los vacíos de Claudia, los hoyos, los barrancos, los agujeros negros, todas geografías y espacios del universo, inmensos, oscuros, infranqueables. La niña sigue diciendo: “Mis papás parecieron confundidos. – ¿Se te cayó? -dijo ella. […] -No- expliqué -. Se tiró. […] La vi entrar en la neblina que tapaba el cañón y perderse en la espesura blanca. – ¿Por qué? – dijo mí mamá. […] – Porque ya no quería seguir viviendo… “. Así, el abismo toma la forma de la desolación, la zozobra, la soledad o el descontento.

En el mundo adultocéntrico en que se engendran, se crían y se forman hijos e hijas, reflexionar la vida en soledad, como lo hace Claudia, quizá sea la norma. La comunicación en la infancia con uno mismo provoca que pensemos que algo malo ocurre con nosotros. ¡Cuánta falta hace que los “grandes” seamos sensibles del viaje colectivo!, que acompañemos a nuestros niños en la travesía de nuestras nostalgias y nuestros silencios, del anhelo frustrado y frustrante de querer haber sido y no ser; no para despojarlos de su fuerza creadora de explicaciones y simbolismos, ni para castrarles de sus recursos narrativos que serán rescritos una y otra vez en su tiempo y en su espacio, sino para tender un puente entre nuestros descorazonados e inciertos momentos y los suyos, para modular el miedo, para acortar el abismo. Fue inevitable preguntarme si en el mundo habrá personas que nunca hayan sentido el susurro del acantilado, ese vértigo suicida que parece una conexión umbilical entre el núcleo magnético de la tierra y nuestros cuerpos.

Durante mi lectura, se me vino frecuentemente a la cabeza una pregunta formulada por Baudelaire que se encuentra grabada en mi memoria:

¿De dónde viene esta extraña tristeza que asciende como la ola sobre la roca desnuda?

Baudelaire

Este libro cuestiona la manera en que afrontamos la tristeza con total indiferencia, habituándonos a ella y convirtiéndola en parte de la escenografía y es un ejemplo de cómo tratamos en la vida real familiar y cotidiana con el dolor, el suicidio, la pérdida o la melancolía.

Los abismos es un libro que duele, pero es brillante y bello, no le falta emoción ni emotividad. Una vez que se aproxima el final sabe uno, no podrá cambiar, ni acabar, ni cerrar la historia, porque las familias serán siempre memoria en constante exploración.

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