La tarde de un escritor de Peter Handke / Blanca Athié

Por Blanca Athié

En 2019 fuimos testigos de algo inusual en la entrega del Nobel de Literatura: dos premios en una misma noche (amanecer para quienes habitamos del otro lado del globo terráqueo).

Un nombre femenino totalmente desconocido irrumpió ese día: Olga Tokarckzuk, convirtiéndose en la segunda polaca con el máximo galardón, después de la gran poeta Wislawa Szymborska. Menos desconocido y muy polémico resultaría el segundo nombre: un tal Peter Handke. Dos lenguas que encierran mucho de la literatura europea se premiaban también: la polaca y la alemana (la alemana de Austria).  A lo mejor muy pocos entrevieron el gesto que significaba premiar dos lenguas que guardan entre sí una relación intrínseca en la memoria histórica, pero también literaria. Mientras la gran mayoría de periodistas, críticos, lectores, e inclusive escritores del mundo entero, se mostraron indignados con la premiación de Peter Handke (es conocida la relación Handke-Milosevic), otros centraron la polémica en que esa noche se le apostó a la visión eurocentrista premiando dos europeos; la geografía y lo políticamente correcto eran los perdedores.

Hasta allí el debate y la polémica quedó. Quien esto escribe, en cambio, no pudo dejar de pensar que en una noche dos fronteras, dos países, dos memorias (históricamente entrelazadas como “víctimas” de la Alemania nazi en la II Guerra Mundial) y dos lenguas, se encontraron en la universalidad del lenguaje (y en su espectro); aquella que Derrida llamaba “singularidad del idioma”, justamente al referir que “la lengua no pertenece”. ¿A qué no pertenece? ¿Al momento histórico? ¿A las naciones o patrias? ¿A las fronteras? Derrida, desde luego, lo decía dejando las claves o las pautas para la gran labor que significa la traducción. Traducir, en ese sentido, es no pertenecer al momento histórico, a la nación o a la patria, la gran dificultad política –por decirlo así—del traductor. Pero Derrida también ofrece otra clave importantísima: “el idioma es lo que resiste a la traducción” y continuaba: “¿Cómo estar a favor de la más grande idiomaticidad defendiéndose en todo contra la ideología nacionalista? ¿Cómo defender la diferencia lingüística sin ceder al patriotismo, en todo caso a cierto tipo de patriotismo, y al nacionalismo? Tal es el desafío político de este tiempo.”

Resulta vital entender esto para notar que justamente la lengua alemana (cuyos escritores no son de Alemania) de los últimos años, en su “idiomaticidad”, es intimista. Hay que señalar que “idioma” se entiende (o así lo entendía Derrida y los franceses) no como una “lengua”, sino como un estilo, la particularidad, la firma llana de una lengua, y en un sentido más exacto evocando al estudiado de Derrida, Paul Celan (quien por cierto este año se conmemora su centenario): una huella en sí misma.

Y, bien. ¿Por qué me ha parecido relevante hacer este preámbulo antes de hablar de la novela del galardonado Peter Handke: La tarde de un escritor). Porque justamente Handke, como en el caso de su antecesora Elfriede Jelinek, también laureada con el Nobel, pese a no ser alemanes (ambos son austriacos) tienen al alemán como lengua madre y en esta escriben; en ella habitan sus mundos. Y aquí cabe recordar aquella muy famosa frase de Adorno respecto a la lengua alemana: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”; Paul Celan, desde luego, se haría partidario de esta visión. Pero, ¿qué sucede entonces con la literatura austriaca de los últimos años? ¿Cómo contrarrestar esa “huella” o esa “idiomaticidad” cargada de dolor y muerte? Más aún: ¡de destino! ¿Cómo “neutralizarse”? Jelinek y Handke (ambos escritores totalmente en contra de la “victimización” histórica de la que su país goza como “usufructo”) no dan concesiones políticas a la lengua y la habitan desde dicha “idiomaticidad” que es el presente y no el pasado, es decir: sus personajes se envuelven en un azar puro.

La novela que me ocupa comienza justo así:

Desde que una vez vivió convencido, durante casi un año, de que había perdido el habla, cada frase que el escritor anotaba, y con la que incluso experimentaba el arranque de una posible continuación, se había convertido en un acontecimiento.

Un escritor que busca en cualquier detalle (ruidos de una construcción que da a lado de su casa; las cartas de un leal desconocido en su buzón; la hilera horizontal de los libros en el suelo, la nieve, el amanecer, etc) el acontecimiento para su fuerza creadora, si de lo que se trata es escribir, habitar la literatura desde estos detalles simples y llanos. Los recuerdos de personas contingentes o trascendentes se entrelazan, desde luego, en su memoria; pero ahora desprovista de apegos emocionales y habitando los detalles, es decir: haciéndose presente el momento y no el pasado. Más aún: en el juego del presente conviene que el escritor encuentre en el anonimato tal placer y seguridad para que todo detalle sea un acontecimiento expuesto:

A pesar de que no había sucedido nada extraordinario, él se sentía como si ese día ya hubiera vivido lo suficiente y tuviera asegurado el mañana.

No es menor en el ejercicio de Handke que su personaje habite en el azar ciertas “luces” o “verdades”, para darle a los acontecimientos esta fuerza necesaria creadora:

Todos se mantuvieron (…) cerca de la mujer [accidentada]. Entre ellos reinaba un anonimato casi divertido. Hablaba el idioma del país, pero exento de todo dialecto (…) como si por primera vez salieran de ella esos sonidos de la infancia. Solo él lo entendería, lo entendería sin más y a la perfección. Con un par de retazos, incomprensibles para los demás, ella le estaba contando la historia de su vida. ¿Acaso no había entendido siempre muchas más cosas con la intuición que con el intelecto? (…) <<Oh santa intuición, sé siempre tú>>. 

Justamente eso, porque en Peter Handke como en sus personajes: “la lengua no pertenece”.

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