Penélope frente al reloj De Francisco Trejo / Sebastián Miranda

Por Sebastián Miranda Brenes

La vida es una constante despedida o un constante abandono. En ocasiones nos enfrentamos a perdidas inesperadas, como la de nuestro padre, que un día decidió marcharse y nos dejó un surco de ausencia por donde emerge una tremenda bocana de lava, y el corazón hecho una vasija. Entonces nos quedamos como Telémaco, con la mirada perdida en el horizonte, con la sensación de haber sido saqueados, y sin más opción que esperar, con un puñado de arena en la mano, una carta, un telegrama, un email o un cuervo mensajero, que nos anuncie su retorno. 


Aquí es cuando el tiempo cobra sentido, pues comenzamos a contar los años y sentimos como nos pesa cada sol, el brillo de las estrellas que llevamos como esquirlas y el salitre que corroe nuestra osamenta. Pues la partida del padre es eso, la ausencia de un Ulises lejano y derrotado, que nos duele precozmente, y la llevamos como un madero de playa al igual que Sísifo y su roca.

Durante esto, la única opción que nos queda es lanzar mensajes al mar, con el deseo de que hagan el mismo recorrido de aquel que partió. Así como lo tuvo que hacer Telémaco, poniendo a navegar botellas con epístolas, hechas de vidrio soplado por el alcohol y la nostalgia, y que partieron a la deriva con las ganas de que llegaran hasta la isla de Lotófagos, que fueran encontradas por un Polifemo ciego, por una Circe ahogada en vino, o que alguna hubiese sido empujada hasta el Hades para chocar con uno de los remos de su barca, y que justo antes de que Odiseo mirara a su madre a los ojos, uno de los espíritus lo sacara de su trance para entregarle el mensaje de su hijo.

Con esa misma fe nosotros enviamos mensajes en aviones de papel, o los encumbramos en papelotes o gritamos fuerte para que el ruego cruzara el país u otros continentes, y, aunque fuera de casualidad, la líneas que escribimos se presentaran ante los ojos de nuestro destinatario, para que un día cualquiera nos enviara una parvada de arpías anunciando, con un corazón en la garganta, su regreso para contarnos de sus viajes y mostrarnos en mapas sus recorridos, para luego  decirnos que debe volver a partir, que no lloremos, sino que seamos buenos hombres y acumulemos la tristeza, como un cristal, bajo la lengua.  


Pero toda ausencia cicatriza, y aunque nos volvemos habitantes del dolor, esta se va perdiendo entre capas de lastre, y un día escribimos una última oración, ya con la certeza del no regreso. Sin embargo, algo nos queda residual: la escritura hecha oficio con el que llenamos anaqueles de tristezas y miedos. 


Pero entre el llanto, la espera y el escribir aparece una figura sigilosa, una gata sonriente acostumbrada a moverse entre madrugadas, que lleva la generosidad en las líneas de su mano, tanta que decidió proteger los pies de los viajeros. Ella, nuestra madre, quien entra en la habitación en medio de la noche, y sin despertarnos nos da un beso y abre el cajón, nuestro escondrijo, donde guardamos la perla del abandono entre hilachas de nostalgia. 

Ella, que, mientras nosotros le dábamos puñetazos al horizonte, mira el segundero como si avanzara en medio de una marcha mortuoria, como una Penélope milenaria desarmando un reloj noche tras noche, y, que, entre la frustración y la fuerza, nos termina de empujar afuera del nido, lastimándonos levemente, para aprender a soltar la rabia a la orilla del océano, y con este acto, hacernos encontrar la ruta para llegar a la poesía, antorcha con la que ahora caminamos en medio de la noche.


Así la reconocemos, sin afán de beatificación, solo sufridora, que siempre nos negó el lado oscuro de sus ojos, como una flor con aversión al sol, sabiendo que Laura o Teresa, no solo carga su dolor, sino que como dromedaria nos ayuda con el nuestro, como si no le fuera suficiente la espera, o el hambre o su llanto.


Así que por ella pudimos seguir enviando cartas a través del humo a nuestros ausentes; a los tíos, a los abuelos y a las abuelas a quienes Dios les entró por sus grietas y las rodeó de colibríes

Cartas que fueron quedando desechas en el mar o que condensamos en un libro de poesía, ese recuento de vacíos que nos hacen ser Telémaco contra el horizonte preguntándose: ¿quién soy ahora, al usar los signos del lenguaje/como si fuera el poema una aguja…?, y que al mirar a su madre deshilacharse entre las manecillas del reloj, no le queda más camino que levantar un vaso de aguardiente para brindar por ella diciendo: Este libro tuyo, frágil como una llaga,/será la flor en mi mano para los días de tu ausencia./¡Por tu vida, madre!/¡Por tu vida!.

Esta es la odisea por la que Francisco Trejo nos lleva en su libro Penélope frente al reloj, publicado por la editorial de la Universidad Autónoma de Ciudad de México, en 2021, y con la que en 2019 ganó el premio internacional Paralelo Cero en Ecuador. 

Trejo nos adentra en la poesía como quien nos sumerge en el llanto. Además, nos confronta contra la pérdida, donde el libro nos hace ser Telémaco a la orilla del mar, a quien le crece el abandono del padre en los poros. Además, nos remite a todos los Ulises que han dejado a su familia para naufragar en otras islas y encontrar sus derrotas, y llegar a convertirse en una silueta polvorienta en nuestra memoria. 

Pero, sobre todo, Penélope frente al reloj es un canto a la madre, a Teresa o todas las madres latinoamericanas o del mundo, que han quedado conduciendo el barco del hogar, de forma imperfecta, y a la que el tiempo le retoñó en el páncreas como una sandía, y que, aun con todo su dolor, nos sostuvo de quedar a la deriva y nos protegió de todas las tormentas enviadas por dioses enfurecidos. 

Al final del libro, Francisco también nos hace encontrarnos con una serie de cartas en forma de obituarios, que al estar dedicadas a seres que ya partieron, nos confirma que, ya sea por el padre, la madre, tíos o abuelos, la vida es una constante despedida, pero principalmente, es un torrente de pérdidas y abandonos.


Para cerrar la reseña de este libro que me ha marcado, retomo unos versos del mismo Fernando Trejo que me acompañarán a largo de la vida, y, que, sin duda, me harán recurrir a Penélope frente al reloj contantemente: 

“Madre, hoy me siento libre
pero me queda grande el mundo.
¿Cómo hacen los pájaros
para sentirse en casa
en cualquier punto del aire?

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