Tristes sombras de Lola Ancira / Daniel Salinas Basave

“Lola consigue crear personajes tan desgarradores como entrañables […]. Frágil es el umbral que separa nuestro mundo aparentemente cuerdo de aquello que las buenas conciencias consideraron simple y llana demencia.”


Por Daniel Salinas Basave

Leo de madrugada Tristes sombras de Lola Ancira y pienso en ese concepto tan  endeble que llamamos  cordura. La estabilidad mental como si fuera una despreocupada patinadora deslizándose sobre una delgada capa de hielo siempre a punto de romperse bajo la cual aguardan los avernos.

En Tristes sombras, la narradora queretana Lola Ancira se sumerge en los horrores yacientes tras los muros de los que acaso sean los dos más siniestros e infaustos inmuebles del Siglo XX mexicano: El manicomio de La Castañeda y la cárcel de Lecumberri, dueños ambos de una negrísima leyenda.

El lado oscuro de la pasada centuria en México no sería explicable sin esos dos infiernos, destinados a inmortalizarse en las pesadillas del subconsciente nacional.

Su origen, paradójicamente, también los hermana. Aunque la posteridad los inmortalizó como cámaras de tortura, en su momento surgieron como encarnación de la modernidad porfiriana, fruto de la visión cientificista del mundo, cuando el positivismo comtiano y la obsesión por el afrancesamiento marcaban la pauta.

Más allá de mostrarnos la zona profunda de esas galerías de la degradación, la maestría de la autora yace en el relato de los avernos individuales que arden en su interior.

Vidas náufragas, errabundos andares que en un mal cruce de caminos acaban inmersos en las más macabras de las vidas. La locura asumida como una suerte de destino fatal, una condena divina propia de personajes de tragedia griega.

Lola consigue crear personajes tan desgarradores como entrañables. Imposible no empatizar con Consuelo, Josefina, Felipe, Jacinto o Martín. Frágil es el umbral que separa nuestro mundo aparentemente cuerdo de aquello que las buenas conciencias consideraron simple y llana demencia.

Cuestión de repasar La historia de la locura de Foucault para dimensionar la manera absurda en que ha evolucionado la forma de estereotipar y tratar la enfermedad mental. En el México porfiriano, tan influido por Comte y la filosofía positivista, la melancolía por la pérdida de un hijo, el furor sexual, la histeria, la enfermedad venérea o cualquier forma de vida disoluta y ajena a las buenas costumbres podía ser encuadrada dentro de los parámetros de la demencia

¿Relato histórico? Bueno, tanto con La Castañeda como con Lecumberri Ancira apoya su narrativa en una sólida investigación.  Recorre los 58 años en que estuvo en funciones el psiquiátrico, desde el momento en que Porfirio Díaz inició su construcción en los campos de la hacienda pulquera de Ignacio Torres Adalid, en el entonces periférico Mixcoac donde en 1914 nacería Octavio Paz, y concluye con el momento de la demolición y el éxodo de los últimos internos, pocas semanas antes de la inauguración de las Olimpiadas del 68.

También nos relata en forma paralela la historia de los fotógrafos de La Castañeda y el testimonio gráfico que legaron a la posteridad al retratar las profundidades de aquel abismo que captaron con su lente sin poder impedir que dicho abismo mirara también en ellos.

No deja de ser simbólico que las fechas de nacimiento y muerte de La Castañeda sean años seminales que marcaron con fuego la historia mexicana. Porfirio Díaz inauguró el manicomio en 1910, cuando estaba por estallar la Revolución maderista que lo derrocaría, mientras que Gustavo Díaz Ordaz ordenó su cierre y posterior demolición en 1968, pocas semanas antes de la masacre de Tlatelolco que marcaría el principio del fin del idilio nacionalista revolucionario y el falso milagro mexicano. 1910-1968. Vaya fechas para nacer y morir.

Uno de los pasajes más desgarradores de Tristes sombras, es el momento en que La Castañeda cierra sus puertas definitivamente y los últimos internos abandonan Mixcoac a bordo de un camión.

Lo entrañable es el sufrimiento de los internos al dejar el manicomio, con la angustia y el desgarro de quien es expulsado de un jardín del Edén, intentando arrojarse del camión en movimiento para no abandonar lo que pese a todo era para ellos lo más parecido a un hogar. Al final, el manicomio ofrece una suerte de influjo o magnetismo sobre sus huéspedes. Trabajadores e internos acaban amalgamándose con las ratas, los piojos y la podredumbre que todo lo corroe. Sí, también el infierno puede fungir como útero protector.

Desgarradora también la segunda parte del libro, dedicada al Palacio Negro de Lecumberri, acaso la cárcel mexicana que ha albergado más celebridades a lo largo de nuestra historia. Desde Pancho Villa hasta Juan Gabriel, pasando por Siqueiros, Ramón Mercader, José Revueltas, José Agustín o Alberto Sicilia.

Como barco siniestro hundiéndose en una cuenca, en sus húmedas crujías de piedra ennegrecida se libraron infiernos individuales encarnados en personajes tragicómicamente entrañables como la Jarocha; el católico Carlos, émulo de León Toral;  Lola la Chata, la gran señora del narco en la década de los cuarenta y la azarosa historia de un abrecartas de marfil desde que era el colmillo de un elefante en Nigeria.

Sombras. Lejos de la falsa paz, separada por un abismo de la cadena de significados, respuestas y verdades absolutas, la razón es una cáscara de nuez que yace a la deriva flotando en un océano en tormenta. Tristes sombras nada más.

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