La guerra no tiene rostro de mujer de Svetlana Alexiévich / Adriana Dorantes

Svetlana explica que quiso hacer este libro para dejar muy en claro que la guerra era terrible, quería que a los lectores les diera asco siquiera pensar en la posibilidad de caer de nuevo en una guerra.


Por Adriana Dorantes

@anaispilgrim

Aún en esta época es usual que a los niños pequeños se les regalen juguetes bélicos: el barquito, el avión, los soldaditos; mientras, a las niñas les están reservadas las muñecas y los utensilios de cocina. Pareciera que la guerra es una actividad exclusiva de los hombres, pero la realidad es que las mujeres han estado dentro de la guerra desde siempre, quizá no de la misma manera, pero sus hazañas y testimonios tienen la misma importancia. Curiosamente, muchas de las mujeres entrevistadas por Svetlana en el libro La guerra no tiene rostro de mujer no habían tenido oportunidad de hablar de sus experiencias, parece que, por haber sido mujeres, sin importar su valía y fundamental contribución, habían tenido que guardar silencio para dejar lugar a los hombres con sus múltiples medallas y condecoraciones.

La fórmula de testimonio que emplea Svetlana Alexiévich es un gran conducto de empatía y de comprensión hacia las historias que rescata, hacia estas mujeres de diferentes oficios que se tuvieron que inmiscuir en el mundo de los hombres (ni siquiera había ropa para ellas, ni botas de su tamaño) y dejaron de ser mujeres por un tiempo.

“No es una mujer, es un soldado, será mujer de nuevo cuando acabe la guerra”

Dice uno de los generales al peluquero que debe cortarles las trenzas. Aunque Svetlana no se detiene demasiado en cómo son las mujeres a la hora de la entrevista (de algunas no lo sabemos siquiera) son suficientes sus historias, pequeños retazos de su vida en medio de la guerra. Lo que importa es la voz, que ellas cuenten de sí mismas y así se construya una nueva visión de lo que fueron esos años para las mujeres.

Svetlana “ordena” las entrevistas más o menos por líneas temáticas, pero la realidad es que las coincidencias van más allá de los temas que delinea, pues hay elementos en común en todas ellas. Una de estas coincidencias está en la reticencia al uso del color rojo después de la guerra, en cualquier cosa, muebles, ropa, lo que sea, y en las descripciones que hay cuando de sangre se trata; “es más dura que el almidón”, dice por ahí una. También está presente el cabello blanco que se hace así justo después de la guerra o durante a causa de ésta. La gente se avejenta de una manera impresionante, no es sólo que queden heridos o mutilados y que esto sea evidente, las mujeres se fijan en que los más jóvenes crecen tan rápido, casi a fuerzas, no tienen tiempo de disfrutar su adolescencia o en algunos casos su niñez; y los que ya son adultos vuelven como si hubieran vivido veinte o treinta años en el frente. Además, una de las cosas más impactantes en casi todos los testimonios es el sentido patriótico, ese deseo de luchar por el país, de creer en el país, de saber que la única manera de existir con una guerra encima era entrar de lleno a ella, por su patria y por la promesa de la victoria.

Svetlana explica que quiso hacer este libro para dejar muy en claro que la guerra era terrible, quería que a los lectores les diera asco siquiera pensar en la posibilidad de caer de nuevo en una guerra. Y por esta intención creo que es tan cruento, tan desgarrador, tan horrible a ratos, pero al mismo tiempo es un libro muy muy necesario. Svetlana se concentra en la microhistoria, en las protagonistas en el campo de batalla, este nivel de humanidad que no tiene la gran Historia.

“No escribo sobre la guerra, sino sobre el ser humano en la guerra”

Las historias de las mujeres son conmovedoras y tristes, pero a pesar del horror sobrevivieron para hablar, y hubo alguien que se dio a la tarea de escucharlas y escribir sus experiencias durante la guerra. A lo largo de las páginas Svetlana muestra cómo las mujeres vivieron la guerra, no en sus hogares, con sus hijos; sino en el frente, luchando, a veces cubriendo puestos designados comúnmente para los hombres, en agonía, en la soledad, sacando fuerzas de quién sabe dónde, viendo morir a la gente a diario, todo esto desde un punto de vista femenino también muy necesario de saber y entender.

Me hubiera gustado un final esperanzador, pero no lo hubo. Años pensando en el Día de la Victoria y cuando llega se dan cuenta de que aún hace falta quitar todas las minas que todavía permanecen en los campos; con la guerra ya terminada los llamados “zapadores” seguían con riesgo de morir limpiando los campos y continuaban muriendo a diario cuando otros ya celebraban el triunfo. Años de lucha y todavía se tenía que reconstruir el país de cero, sin dinero, con las ciudades destruidas. Años en el frente en medio de disparos para darse cuenta de que alemanes y rusos son a fin de cuentas hombres heridos y agonizantes que se desangran y no quieren morir solos, peleen para el bando que peleen. Años de sacrificio y hambre, de no saber de sus familias, pensando que al finalizar la guerra todos en el mundo serían buenos y felices y que la vida sería bella, sólo para ver que nada había cambiado: la gente se seguía odiando.

En la última parte del libro una técnica de asistencia médica y también cabo mayor de guardia afirma: “Yo nunca les he comprado ni regalado a los niños juguetes de guerra. Ni a los míos ni a los de los demás. Una vez alguien trajo a casa un avioncito de guerra y una metralleta de plástico. Los envié directo a la basura. ¡Al instante! Porque la vida es un regalo tan grande…” Ésta es la visión de una mujer que estuvo en la guerra.

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